Un recorrido por la vida de Stanley Kubrick a los 21 años de su muerte

Stanley Kubrick es, sin duda alguna, uno de los cineastas más influyentes que nos dejó el siglo XX, más allá de que el conjunto de su obra sea bastante escueto: a lo largo de cuatro décadas nos dejó apenas 13 largometrajes y tres documentales cortos, los que deberían (si ya no lo son) formar parte del material de estudio de cualquier escuela audiovisual que se precie como tal.

Kubrick nació en 1928 en el seno de una familia judía del Bronx, en Nueva York. Poseía un coeficiente intelectual por encima de la media, aunque nunca se destacó particularmente en clase. Es más, era un estudiante terrible y poco disciplinado, pero un autodidacta de primera, incluso en lo referente al séptimo arte. Sus pasiones, desde chiquito, fueron la fotografía -que practicaba con una cámara réflex que le regalaron sus padres-, la música y el ajedrez, pasatiempos que serían fundamentales para su futura carrera como realizador.

La fotografía, por ejemplo, le permitió (con tan solo 16 años) ingresar a trabajar en la revista Look, donde hizo reportajes a importantes estrellas del momento y se forjó una buena reputación profesional. Pero algo en sus entrañas le reclamaban otra cosa. Asiduo del cine Loew’s Paradise y del Museo de Arte Moderno de Nueva York, Stanley finalmente decidió abandonar su trabajo y dedicarse a la realización cinematográfica influenciado por el trabajo de grandes como Max Ophüls y Sergéi Eisenstein.

Su primer largometraje, y su primer aprendizaje formal con una cámara -recordemos que nunca estudió para esto-, llegó con “Fear and Desire” (1953), un drama bélico de 13 mil dólares de presupuesto, que pudo realizar gracias a préstamos familiares. Acá, el novel realizador se hizo cargo de casi todos los aspectos de la producción (rodaje, guion, edición y producción, entre otros), además de propiciar el debut de muchos de los actores involucrados; pero a pesar del buen recibimiento de la crítica, Kubrick lo consideró como un “trabajo de aficionado”, comparándolo con el dibujo de un nene pegado en la heladera.

Poco después del estreno repudió públicamente el film y mandó a retirar todas las copias. Trató de comprar las existentes para destruirlas y asegurarse que nadie jamás pudiera ver la película, pero uno de los negativos sobrevivió (Kodak tenía la política de hacer un duplicado para sus archivos) y hoy puede conseguirse en algunos formatos caseros. Una reacción un tanto exagerada y hasta quisquillosa, pero ya en ese lejano debut se intuía el nivel de obsesión y minuciosidad que ligaba a Kubrick con su obra.

A “Fear and Desire” le siguió “El Beso del Asesino” (Killer’s Kiss, 1955), “Casta de Malditos” (The Killing, 1956) y “La Patrulla Infernal” (Paths of Glory, 1957), su primera colaboración con el recientemente fallecido Kirk Douglas, protagonista de este drama ambientado en la Primera Guerra Mundial del que, sin miedo a equivocarnos, Sam Mendes tomó nota a la hora de delinear su “1917” (2019)

Tras un par de años bastante ajetreados, y con otros proyectos en mente, Stanley Kubrick se hizo cargo de la dirección de “Espartaco” (Spartacus, 1960) después de que el mismísimo Kirk (cuya compañía, Bryna Productions, se hacía cargo del film) despidiera al realizador Anthony Mann, tras apenas una semana de rodaje. Un trabajo que el realizador aceptó a regañadientes, pero del cual se arrepintió, debido a que en ningún momento tuvo el control creativo.

“Lolita” (1962) le dio más satisfacciones, pero en su cabeza seguía dando vueltas una constante: la siempre postergada “Napoleón”. La fallida obra épica pretendía ser un minucioso estudio sobre el estratega que abarcaba gran parte de su vida, desde sus primeros años en París, pasando por el ‘padrinazgo’ de varias familias influyentes. Kubrick se obsesionó con el personaje y pasó varios años investigando y recolectando información, hasta que en 1961 escribió un guion infinito, buscó todo tipo de locaciones en Francia e Inglaterra, y llegó a solicitar los servicios del ejército rumano para las escenas de batalla.

Tras barajar los nombres de Ian Holm, Alec Guiness, Laurence Olivier y Patrick Magee, David Hemmings se quedó con el protagónico del que sería el proyecto más ambicioso del director hasta la fecha. Claro que el estudio no quiso arriesgarse con semejante inversión (unos cien millones de hoy en día) y después del fracaso de “Waterloo” (1970) de Sergey Bondarchuk, incluso Stanley se desanimó y abandonó completamente la idea.

Por suerte para todos nosotros, y a pesar de la frustración, su grandeza seguía intacta con “Dr. Insólito o: Como Aprendí a Dejar de Preocuparme y Amar la Bomba” (Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, 1964). Esta sátira política, una de las más celebradas de todos los tiempos, cuenta la historia del general Jack D. Ripper (Sterling Hayden), un tipo bastante paranoico que con la intención de frenar el avance comunista es capaz de provocar un holocausto nuclear. Una comedia cargadísima de humor negro y reflexión, basada en la novela “Red Alert” de Peter George, que (lamentablemente) no puede escapar de su constante vigencia cuando tenemos los dedos de tipos como Donald Trump o Kim Jong-un tan cerquita del botón rojo.

Podemos decir que Kubrick fue un incomprendido o un adelantado a su tiempo, si pensamos que realizó “2001: Odisea del Espacio” (2001: A Space Odyssey, 1968), incluso antes del alunizaje del Apolo 11. Este análisis contemplativo de la evolución humana, sus aciertos y sus errores, se mezcla con un increíble (y verosímil) escenario espacial y toda la meticulosidad del realizador, que nos ofrece una visión del futuro que pone la piel de gallina. No hay lista de ‘lo mejor del sci-fi’ que no incluya esta película o “La Naranja Mecánica” (A Clockwork Orange, 1971), adaptación de la novela homónima de Anthony Burgess que nos sumerge en el mundo distópico de Alex DeLarge (Malcolm McDowell), joven sociópata que lidera a su pequeña banda de delincuentes libertinos, amante de los lácteos, la música de Beethoven, el sexo y la ultraviolencia.

Después de “Barry Lyndon” (1975) -ganadora de cuatro premios de la Academia, aunque volvió a esquivar el de Mejor Director, Guion y Película-, Stanley volvería a quedar marcado en la historia (tal vez no de inmediato) con “El Resplandor” (The Shining, 1980), clásico de clásicos del terror psicológico en su máxima expresión. Las representaciones simbólicas, las observaciones sobre la naturaleza moral del ser humano y las críticas socioculturales se hacen presentes en esta macabra historia que tardó en ganarse el cariño del público, aunque a Stephen King no le haya gustado para nada la adaptación de su novela: “Kubrick convirtió la película en una tragedia doméstica con algunos toques sobrenaturales. Como no podía creer, no logró que la película fuera creíble para otros”, aseguró.

Para esta altura de su carrera, Kubrick ya se tomaba demasiado tiempo entre película y película, en gran parte, debido a esa meticulosidad que tantas veces nombramos en esta nota. “El Resplandor” terminó siendo un rodaje pesadillesco planeado, en principio, para extenderse a lo largo de 17 semanas, las cuales terminaron siendo un calvario de 14 meses: unos 200 días de trabajo y, según se dice, unas 120 repeticiones por toma. A la pobre Shelley Duvall le tocó la peor parte, hasta llegó a repetir 127 veces una misma escena. Pero eso no fue lo peor por lo que tuvo que atravesar la actriz que terminó literalmente aterrada, y no precisamente de su marido ficticio. El director quería resaltar la vulnerabilidad y el carácter sumiso del personaje, una relación de poderío que logró más credibilidad al presionarla al límite y humillarla frente a todos sus compañeros.

La reputación ya estaba hecha y los estudios no siempre estaban de su lado. Será por eso que, entre 1980 y su fallecimiento el 7 de marzo de 1999, Stanley Kubrick apenas realizó dos películas: “Nacido para Matar” (Full Metal Jacket, 1987), de los mejores alegatos sobre la guerra de Vietnam, y “Ojos Bien Cerrados” (Eyes Wide Shut, 1999), obra póstuma estrenada meses después de su partida.

Lo que nos dejó no fue poco: 13 largometrajes que hoy se siguen resignificando, analizando y homenajeando, no sólo por los cinéfilos y el público que se va renovando, sino por una nueva camada de directores influenciados por su trabajo. Steven Spielberg tomó el testigo de “A.I. Inteligencia Artificial” (Artificial Intelligence: AI, 2001), un proyecto que Kubrick no pudo llevar a cabo en su momento porque no contaba con la tecnología necesaria; y realizadores como David Fincher, Paul Thomas Anderson, Nicolas Winding Refn, Christopher Nolan, Denis Villeneuve y un larguísimo etcétera, no dejan de celebrar su estilo particular y sus ideas a través de su propia visión impactada por la del maestro.

Fuente: Filonews