A 35 años del fallecimiento de Simone de Beauvoir

“No se nace mujer, se llega a serlo”, desafió Simone de Beauvoir y desencadenó discusiones que marcaron la llamada segunda ola del feminismo. Esa consigna sigue en debate e interpretada desde distintos posicionamientos políticos y teóricos.

La figura de De Beauvoir es innegable, sobre todo su libro ‘El segundo sexo’. Una obra de 2 tomos, publicada en 1949, una francesa de 40 años, proveniente de una familia católica y burguesa, cuestionó la idea misma de feminidad y plantear que es una construcción social y cultural.

Asimismo, la filósofa propone la categoría de “Otro” para entender el rol asignado a las mujeres en el sistema patriarcal. Arriesga que, para contrarrestar los mandatos y las definiciones que pesan sobre nuestros cuerpos, es necesario que cada una reconquiste su propia identidad, desde sus ideas y criterios.

Con esa rebeldía marcada y notoria, se remonta a otra famosa anécdota de su adolescencia: Alguna tarde de sus 15 años, cuando se dijo a sí misma que Dios no existe.

En un contexto de argumentos biologicistas y cientificistas, su teoría desató gran polémica en la sociedad europea. Simone no sólo denunciaba y dejaba en evidencia las estructuras que perpetúan la desigualdad, sino que buscaba sacudir el tablero y concientizar a sus pares para transformarlo todo.

Durante el aniversario de su muerte, compartimos un fragmento de una pensadora que se rehusó al matrimonio y la maternidad, quien vivió su sexualidad en libertad y rechazó los moldes machistas que nos enseñan a ser mujeres:

“¿La mujer? Es muy sencillo, afirman los aficionados a las fórmulas simples: Es una matriz, un ovario; es una hembra: Basta esta palabra para definirla. En boca del hombre, el epíteto de «hembra» suena como un insulto; sin embargo, no se avergüenza de su animalidad; se enorgullece, por el contrario, si de él se dice: ‘¡Es un macho!’. El término «hembra» es peyorativo, no porque enraíce a la mujer en la Naturaleza, sino porque la confina en su sexo; si este sexo le parece al hombre despreciable y enemigo hasta en las bestias inocentes, ello se debe, evidentemente, a la inquieta hostilidad que en él suscita la mujer; sin embargo, quiere encontrar en la biología una justificación a ese sentimiento. La palabra hembra conjura en su mente una zarabanda de imágenes: Un enorme óvulo redondo atrapa y castra al ágil espermatozoide; monstruosa y ahíta, la reina de los termes impera sobre los machos esclavizados; la mantis religiosa y la araña, hartas de amor, trituran a su compañero y lo devoran; la perra en celo corretea por las calles, dejando tras de sí una estela de olores perversos; la mona se exhibe impúdicamente y se hurta con hipócrita coquetería; y las fieras más soberbias, la leona, la pantera y la tigra,  se tienden servilmente bajo el abrazo imperial del macho. Inerte, impaciente, ladina, estúpida, insensible, lúbrica, feroz y humillada, el hombre proyecta en la mujer a todas las hembras a la vez. Y el hecho es que la mujer es una hembra. Pero, si se quiere dejar de pensar por lugares comunes, dos cuestiones se plantean inmediatamente: ¿Qué representa la hembra en el reino animal? ¿Qué singular especie de hembra se realiza en la mujer?”.