* Javier J. Vázquez.
Tierra del Fuego es un laboratorio vivo donde se ensaya el futuro. Con paisajes prístinos, una biodiversidad frágil y una ubicación geopolítica estratégica, la provincia austral concentra tensiones que son globales: cómo producir sin destruir, cómo crecer sin depredar, cómo integrar el saber científico con las urgencias del desarrollo. En ese espejo se refleja hoy la Argentina entera.
Un ejemplo alarmante es el caso de la Pilosella officinarum, una especie exótica invasora que ha comenzado a desplazar la vegetación nativa en Tierra del Fuego. Esta planta, introducida de manera accidental —probablemente adherida al calzado o a equipos de montaña de turistas o técnicos—, ha demostrado una gran capacidad de adaptación al ecosistema fueguino. Su propagación amenaza la ganadería local, altera los ciclos de polinización, empobrece los suelos y reduce la biodiversidad. La pregunta es sencilla pero incómoda: ¿cómo dejamos que esto ocurriera? ¿Dónde estuvo el control estatal, el monitoreo científico, la planificación?
Este episodio no es menor: nos enfrenta al viejo dilema entre desarrollo y sustentabilidad. En lugar de una mirada binaria —producir o conservar—, necesitamos una inteligencia institucional que integre ambas necesidades. La expansión de la ganadería y la agricultura no puede hacerse al margen del conocimiento científico ni de la vigilancia ambiental. La Pilosella, con su silenciosa invasión, nos muestra cómo la falta de previsión puede arrasar con décadas de trabajo.
Pero ese no es el único frente abierto. El debate en torno a las salmoneras volvió a escena con fuerza en las últimas semanas. En un mundo con creciente demanda de proteínas, y con el océano en franco colapso por la sobrepesca, la acuicultura aparece como una opción atractiva. Pero no todo lo que brilla es salmón. La instalación de salmoneras sin un control adecuado puede devastar ecosistemas marinos: proliferación de enfermedades, escape de ejemplares que compiten con especies nativas, generación de residuos orgánicos y uso intensivo de antibióticos son sólo algunos de los impactos observados en otros países.
Ahora bien, ¿es posible criar salmones de forma sostenible en el siglo XXI? La respuesta es sí, pero no a ciegas. Noruega, por ejemplo, ha desarrollado estrictos marcos regulatorios y tecnologías que minimizan el impacto ambiental. Existen sistemas cerrados, con recirculación de agua y control automatizado de nutrientes, que evitan la contaminación directa del mar. No se trata de importar modelos sin más, pero sí de aprender, adaptar y regular con seriedad. Argentina tiene científicos de excelencia capaces de diseñar un sistema de salmonicultura compatible con los valores ecológicos de la región. Lo que falta, como tantas veces, es voluntad política e inversión inteligente.
Otro tema crítico es el turismo. Ushuaia se ha convertido en una puerta de entrada al fin del mundo. Los cruceros que llegan desde todos los rincones del planeta traen desarrollo económico, empleo y visibilidad internacional. Pero también traen riesgos. Uno de ellos es la introducción de especies exóticas a través de los cascos y aguas de lastre de los barcos. En zonas tan delicadas como el Canal Beagle o la Antártida, incluso una mínima alteración del equilibrio ecológico puede tener consecuencias catastróficas. ¿Estamos evaluando correctamente ese riesgo? ¿Tenemos protocolos efectivos para inspeccionar y mitigar esas amenazas?
El turismo también puede sobrecargar servicios, aumentar la generación de residuos, y afectar los hábitats si no se regula con criterios de carga ambiental. Promover un turismo de naturaleza no puede implicar su destrucción. Aquí, otra vez, la pregunta central no es si “sí o no”, sino cómo y con qué reglas. ¿Podemos construir un modelo turístico que genere riqueza sin comprometer lo que nos hace únicos?
La cuestión de fondo es que Tierra del Fuego tiene un potencial enorme para desarrollarse en múltiples sectores: turismo, ganadería, acuicultura, energías renovables. Pero ese potencial se vuelve una amenaza si no está acompañado por políticas públicas modernas, por control ciudadano, por instituciones que funcionen. Lo que nos enseña la Pilosella, lo que nos exige el debate por las salmoneras, lo que nos interroga el flujo constante de turistas, es que el desarrollo sin sostenibilidad se convierte, más temprano que tarde, en desastre.
No es tiempo de negar ni de idealizar. Es tiempo de preguntarnos en serio: ¿queremos hacer las cosas bien? ¿Tenemos la capacidad institucional, el compromiso social y la imaginación científica para lograrlo?
Debemos entender la Agenda Ambiental como una Agenda de Desarrollo: Tierra del Fuego está frente a su espejo. Y en ese espejo no solo se refleja una provincia remota. Se refleja todo un país, un país que ya fracasó con la sobrepesca extranjera (las flotas chinas), la contaminación industrial de cauces de agua (el Riachuelo) y el desmonte sin control (Chaco, Salta). Tierra del Fuego hoy puede ser ejemplo ante el desafío de crecer sin repetirse, sin devorarse a sí mismo, sin hipotecar el futuro.