La política sin papel: por qué la Boleta Única cambia todo

Por Rodrigo Almonacid

La Boleta Única de Papel no debe ser entendida como un simple cambio de formato en la papeleta electoral, sino como una transformación institucional de magnitud. Su irrupción corrige asimetrías históricas, reorganiza incentivos y desplaza el eje de la competencia hacia donde la democracia más lo necesita: el terreno de las ideas, los proyectos y la deliberación pública. En el horizonte inmediato de las elecciones legislativas de octubre, es fundamental destacar no solo los beneficios en términos de transparencia y certeza, sino también la reconfiguración que introducirá en la militancia partidaria.

Durante décadas, la logística de impresión, distribución y reposición de boletas funcionó como un mecanismo de desigualdad que favorecía a las estructuras con mayor despliegue financiero o territorial. La presencia efectiva de una fuerza política en el cuarto oscuro dependía, muchas veces, menos de su capacidad de interpelar al electorado que de su habilidad para sostener una maquinaria de reposición en cada escuela y en cada mesa. Esa lógica convertía a la boleta en un bien escaso, cuya disponibilidad podía condicionar el derecho mismo al sufragio. La Boleta Única viene a modificar radicalmente esa dinámica al garantizar que todas las alternativas estén presentes en un único instrumento oficial, provisto por el Estado y resguardado por las autoridades de mesa. Con ello, se asegura la igualdad de condiciones en la competencia, se protege la autonomía del votante y se eliminan prácticas recurrentes de manipulación, como el robo o la desaparición de boletas.

La importancia de esta innovación trasciende la mera organización logística. La Boleta Única refuerza la transparencia del sistema electoral al simplificar los controles y reducir la conflictividad poselectoral. También disminuye la vulnerabilidad del votante frente a mecanismos de inducción o condicionamiento, ya que la elección se realiza con plena visibilidad de toda la oferta política y sin intermediarios que gestionen la disponibilidad del instrumento. A su vez, la racionalización de la impresión elimina el derroche de boletas sobrantes y ordena el uso de recursos públicos, dotando al proceso de mayor eficiencia y sustentabilidad. Por supuesto, ningún diseño institucional es una panacea. La Boleta Única no disuelve de manera automática prácticas clientelares ni asegura por sí sola la participación masiva. Sin embargo, reconfigura el terreno de juego y reduce la gravitación de los factores extrínsecos, permitiendo que la deliberación programática y la propuesta política recuperen centralidad frente al peso inercial de la logística.

Ahora bien, lo verdaderamente novedoso de esta reforma es el modo en que impacta sobre la militancia territorial. Durante buena parte de la historia democrática argentina, la militancia de base se organizó alrededor de la custodia de las boletas. Imprimirlas, distribuirlas, reponerlas, garantizar su presencia en cada mesa y defenderlas de eventuales maniobras constituía el núcleo de una cultura política donde el militante era, ante todo, guardián del soporte material del voto. La Boleta Única desplaza esa función y obliga a repensar el rol militante en términos más políticos y menos logísticos. En lugar de ser centinelas del papel, los militantes están llamados a convertirse en pedagogos cívicos, en constructores de comunidad y en difusores de propuestas. El desafío ya no será asegurar que la boleta “esté”, sino explicar cómo se utiliza el nuevo instrumento, acompañar a los ciudadanos en su aprendizaje, generar confianza y contribuir a que el elector exprese su voluntad de manera correcta y consciente.

En este sentido, la reforma no empobrece la vida partidaria, como sostienen algunos críticos, sino que la enriquece. Devuelve a la militancia la posibilidad de desplegarse en aquello que constituye su verdadera razón de ser: el diálogo con la sociedad, la conversación política, la construcción de comunidad. Si antes la jornada electoral se medía por la cantidad de boletas custodiadas, hoy deberá medirse por la cantidad de voluntades convencidas a través del intercambio, la persuasión y la escucha activa. La Boleta Única abre un espacio para que la política vuelva a ser política, para que la energía militante se concentre en construir ciudadanía informada, en ofrecer narrativas convincentes y en establecer un vínculo más transparente entre las fuerzas partidarias y la sociedad civil.

En octubre, cuando se renueven bancas del Congreso de la Nación, comenzaremos a observar estos efectos. Será una elección atravesada por el aprendizaje ciudadano respecto de un instrumento nuevo, pero también por la capacidad de las fuerzas políticas para comprender que ya no alcanzará con organizar un ejército de fiscales que custodie el papel. Lo decisivo será la claridad con la que transmitan qué significa ocupar una banca legislativa, qué proyectos se proponen impulsar y de qué manera cada propuesta se conecta con los problemas reales de la ciudadanía. En otras palabras, se avecina un tiempo en que la militancia tendrá que desplegar su capital más valioso: el de la conversación política honesta, la formación ciudadana y la construcción de confianza.

La Boleta Única de Papel es, en definitiva, una reforma pro-igualdad y pro-autonomía. Empodera al votante al situarlo frente a la totalidad de la oferta política sin intermediaciones ni manipulaciones posibles, y al mismo tiempo obliga a los partidos a recuperar su función esencial de articuladores de intereses y proyectos colectivos. Al quitarle centralidad a la logística electoral, devuelve centralidad al argumento, a la propuesta y a la capacidad de interpelar ciudadanos con ideas. Esa es, acaso, su virtud más profunda: devolver a la militancia el sentido político de la política.