En medio de la violencia y la devastación, el riesgo es acostumbrarse a las cifras y olvidar que cada número es un nombre, una historia y un futuro que ya no será.
No hay nada más inquietante que la forma en que la guerra transforma la vida en estadísticas. Gaza aparece cada día en los titulares, pero el lenguaje se vuelve mecánico: tantos muertos, tantos desplazados, tantos heridos. La repetición de cifras genera un efecto perverso: el de la normalización del horror.
Mientras los discursos oficiales discuten legitimidades y soberanías, lo que ocurre en el terreno es la demolición de lo cotidiano. Familias que se fragmentan, niñas y niños que crecen bajo sirenas, jóvenes que no pueden proyectar un futuro porque apenas sobreviven a un presente interrumpido. Y el mundo, aunque conmocionado, observa con distancia, como si se tratara de un tablero ajeno.
En América del Sur, y en particular en Argentina, solemos ver estos conflictos bélicos como algo lejano, casi ajeno a nuestra experiencia. Nuestra historia reciente incluye dictaduras, crisis económicas y deudas sociales profundas, pero muy pocas veces una guerra vivida en nuestro territorio. Esa distancia nos lleva a veces a mirar lo que sucede en Gaza como si fuese una película que no atraviesa nuestra vida cotidiana. Y sin embargo, aunque parezca distante, habla de lo mismo que nos debería importar siempre: la dignidad humana, el derecho a la vida y a un futuro sin miedo.
En ese contexto, la voz de Greta Thunberg, tras ser deportada junto a otras personas que intentaban llevar ayuda humanitaria, resuena como advertencia:
“Estamos viendo un genocidio ante nuestros ojos. Un genocidio retransmitido en directo en nuestros teléfonos. Nadie puede decir que no sabíamos lo que estaba pasando.”
A esa mirada se suma la reflexión de Ada Colau, también parte de la flotilla humanitaria, quien al regresar a Barcelona expresó:
“Nos han maltratado, pero no es nada comparado con lo que sufre el pueblo palestino.”
Una columna no puede resolver un conflicto histórico ni definir responsabilidades geopolíticas, pero sí puede recordar la urgencia de no deshumanizar. Cada cifra que leemos encierra un nombre propio, una historia particular, un dolor colectivo. Y es allí donde radica nuestra obligación: resistir a la tentación de la indiferencia.
Tal vez el mayor desafío frente a Gaza no sea solo detener el fuego —tarea de la diplomacia y la política—, sino también detener el olvido. Porque olvidar, aceptar las cifras sin rostro, también es una forma de violencia.