.- Editorial de Tiempo Fueguino.-
Paros, promesas y familias en alerta. Tierra del Fuego atravesó un año en el que la educación se suspendió entre conflictos gremiales, respuestas políticas demoradas y un sistema que dejó a los estudiantes en pausa.
Otro día, el timbre no sonó.
Las mochilas descansaron en los rincones de las casas;
un recreo que no fue, y aulas mudas con el polvo de tiza en suspenso.
En Tierra del Fuego, un nuevo paro docente de 48 horas mantuvo a miles de estudiantes sin clases. Las puertas cerradas repitieron una postal que ya se volvió costumbre.
La falta de planificación y de decisiones claras trascendió las aulas y afectó a toda la comunidad. Durante todo el año, mes a mes, semana a semana, las familias reacomodaron rutinas, los abuelos asumieron el rol de cuidadores y los jóvenes intentaron seguir estudiando entre la incertidumbre. Cada paro desacomodó la vida diaria y evidenció la fragilidad de un sistema que no protegió el aprendizaje ni la estabilidad familiar.
Las aulas vacías mostraron lo que el año dejó atrás: proyectos interrumpidos, tareas sin corregir, sueños en espera. Un sistema envejecido, atravesado por la desidia política, alteró la vida de quienes debieron haber sido su prioridad: los estudiantes.
El año pasado, durante el Congreso de Estudiantes “Tu Voz Cuenta”, organizado por el Gobierno provincial, los jóvenes fueron claros. Valoraron el espacio de participación, pero cuestionaron ser “la verdadera prioridad” del sistema educativo.
“Está bueno poder opinar, pero lo importante es que este año casi no tuvimos clases”, dijo una alumna ante los funcionarios. Sus palabras sintetizaron una sensación compartida: la participación sin aulas abiertas se volvía un gesto vacío.
Este año, el 1° de junio, el Gobierno anunció la Ley de Transformación de la Educación, una iniciativa que prometía modernizar el sistema y garantizar continuidad pedagógica. Sin embargo, hasta ahora no ha tenido un impacto real ni avances concretos, mientras las aulas siguieron enfrentando los mismos problemas que denunciaron los propios estudiantes.
De cada pausa forzada quedó una certeza: cuando la escuela se detiene, algo más que las clases se interrumpe. La vida cotidiana se desarma, las familias se reacomodan y los chicos quedan en un limbo que no debería ser costumbre.
Hoy, la escala del conflicto parece enfrentar a docentes con alumnos. La falta de respuestas llevó incluso a un grupo de padres a acudir a la Justicia. Probablemente las aulas volverán a llenarse, las mochilas volverán a pesar y los pasillos recuperarán sus voces.
Pero ese eco de tantos días sin clases seguirá resonando: tiempo, conocimiento y experiencias que no se recuperarán. Un recordatorio silencioso de que la educación no puede ser un gesto de ocasión, sino un compromiso real.